14 de mayo de 2005

El que encontró una herradura

EL QUE ENCONTRÓ UNA HERRADURA

Vemos un bosque y decimos:
he aquí un bosque para construir navíos, bosque maderable;
pinos rosados
hasta la cumbre libres de su carga peluda,
estos pinos deberían rechinar en la tormenta,
pinos solitarios
en el aire furioso y desboscado;
bajo el salado talón del viento aguanta la plomada ajustada
a la cubierta danzante.
Y el navegante,
con una insaciable sed de espacio,
arrastrando a través de los húmedos surcos la frágil
invención del geómetra,
confrontará la superficie rasposa de los mares
con la gravitación del seno terrestre.
Mas aspirando el olor
a lágrimas de savia que penetraron a través del
revestimiento del navío,
admirando las tablas
fijadas, acomodadas en orden
no por el pacífico carpintero de Belén, sino por otro,
que es padre de viajes, amigo del navegante,
decimos:
éstas también estuvieron sobre la tierra,
incómoda como el lomo del asno,
y sus cimas estaban olvidando las raíces;
ellas estuvieron sobre la famosa cordillera
y susurraron bajo un dulce aguacero,
proponiendo sin éxito al cielo que les cambiara por una
pizca de sal su propia noble carga.

¿Por dónde comenzar?
Todo truena y oscila.
El aire tiembla de comparaciones.
Ni una sola palabra es mejor que otra,
la tierra resuena cual metáfora,
y unos ligeros carros,
llevados en los arneses de las manadas de pájaros espesas
de tensión,
se parten
al competir con resoplantes favoritos de palestras.

Tres veces bendito sea aquel que introduce en su canto un
nombre:
un canto adornado de nombre
vive más tiempo que otros;
este canto está señalado entre sus iguales con un listón en
la frente,
con una venda que cura la desmemoria, que preserva de un
olor demasiado fuerte y embriagante,
sea olor de la intimidad de un hombre,
sea olor del pelaje de una bestia fuerte,
sea simplemente olor a tomillo triturado entre las palmas
de la mano.

El aire puede ser oscuro como el agua, y todo lo viviente
nada en él como un pez,
empujando con sus aletas la esfera
densa, elástica, tibia,
es un cristal dentro del cual se mueven las ruedas y se
espantan los caballos,
es húmeda tierra negra de Neera, que cada noche se vuelve
a labrar
con horquillas, tridentes, palas, arados.
El aire está tan densamente amasado como la tierra:
no se puede salir de él, y es difícil entrar.
El susurro recorre los árboles como un verde juego de
pelota;
los niños juegan a las tablas con unas vértebras de animales
muertos.
La frágil cronología de nuestra era está llegando a su fin.
Gracias por lo que tuve:
yo mismo me he perdido, confundido, equivocado la cuenta.
La era sonaba como una bola de oro,
hueca, fundida, por nadie sostenida,
y a cada toque contestaba con un "sí" o un "no".
Así un niño contesta:
"Te daré una manzana", o: "No te daré una manzana".
Y su cara es un molde exacto de la voz que pronuncia estas
palabras.

Aún suena el sonido, aunque la causa del sonido haya
desaparecido.
El caballo yace en el polvo y resopla cubierto de espuma,
pero la abrupta curva de su cuello
todavía conserva el recuerdo de una carrera a pierna
esforzada,
cuando no había cuatro piernas,
sino tantas cuantas piedras hay en el camino,
piedras renovadas en cuatro turnos
según el número de impulsos que cobra de la tierra un
alazán acalorado.

Así,
aquél que encuentra una herradura
le quita el polvo
y la limpia con una tela de lana hasta que brille,
y entonces
la cuelga en su umbral
para que descanse,
y ella ya no tiene que estar sacando chispas del pedernal
del camino.

Los labios humanos
que nada ya tienen que decir
conservan la forma de la última palabra pronunciada,
y en la mano perdura la sensación de pesadez,
a pesar de que el cántaro
tiró el agua hasta la mitad
mientras lo llevaban a casa.

Lo que estoy diciendo ahora no lo digo yo,
sino que está sacado de la tierra, como granos de trigo fósil.
Unos representan a un león sobre las monedas,
otros
una cabeza;
diferentes rodajas de cobre, oro o bronce
con un honor igual reposan en la tierra.
El siglo, tratando de atravesarlas, dejó impresos sus
dientes en ellas.
El tiempo me corta como a una moneda,
y ya no me alcanzo a mí mismo.

Osip Mandelstam

Versión de Tatiana Bubnova